Efraim Castillo
Por Armando Almánzar Botello
"Hijo de sus acontecimientos y no de sus obras,
porque la obra sólo se produce sobre
el hilo del acontecimiento". Gilles Deleuze
En verdad, apreciado amigo, he vivido cosas muy interesantes en "la seda de la senda" sencilla y no obstante misteriosa que me señala su intempestiva y simpática escritura epistolar, en la que me habla sobre la relación semiótica de recambio entre la música clásica de elite y los ritmos y melodías populares.
¿Podríamos, por otra parte, revitalizar ahora dicho género literario, la carta, el mismo que languidece en los tiempos virtuales de "la lettre volée" por culpa del hueco y presumido frenesí del mundo cibernético?
Muchas de las experiencias musicales a que me refiero, acontecidas en República Dominicana o en el extranjero, son relativamente recientes —por ejemplo, mi visita al mítico Club de Jazz Blue Note, en el Greenwich Village de Nueva York, a escuchar a Ravi Coltrane y a Jack DeJohnette, en programa especial—; otras no lo son tanto —como esas inolvidables "caídas" con mi gran amigo el poeta Antonio Fernández Spencer, en la terraza del son, en La Vieja Habana, de Villa Mella—, pero siempre las he vivido todas a plenitud, hasta la médula misma de su enigmática evidencia.
Sin jactancia le puedo decir, querido Comander, que he transitado minuciosamente por los arduos laberintos musicales de "Una" vida... Incluido el oscuro registro del dolor y sus pánicos acordes... ¡Pero en fin, esa es otra historia!
Una de las vivencias más relevantes de mi existencia, a la que puedo conferir el estatuto de genuino acontecimiento estético/antropológico —y hasta metafísico—, ocurrió hace muchos, muchos años en mi pueblo natal, Higüey.
Un intérprete musical y muy conocido personaje de pueblo, simplemente llamado Polaco, quien además tenía la curiosa función diurna de subir y bajar la bandera dominicana en la Maternidad de la Avenida Libertad, en la ciudad higüeyana, dirigía, en la primera mitad de los años sesenta (justo después de la muerte de Trujillo), un Sexteto en el que nuestro hombre tocaba, siempre sudoroso y chispeante, ese mágico "guitarrón" que los adultos llaman contrabajo de cuerdas. Mis ojos de niño se extasiaban escuchando y viendo a Polaco interpretar un instrumento que siempre resultó más llamativo, para mí, que los violines, las violas y los violonchelos...
La agrupación musical de Polaco fue denominada por él: "Sexteto Musical Polaco y sus Colegas".
En verdad, apreciado amigo, he vivido cosas muy interesantes en "la seda de la senda" sencilla y no obstante misteriosa que me señala su intempestiva y simpática escritura epistolar, en la que me habla sobre la relación semiótica de recambio entre la música clásica de elite y los ritmos y melodías populares.
¿Podríamos, por otra parte, revitalizar ahora dicho género literario, la carta, el mismo que languidece en los tiempos virtuales de "la lettre volée" por culpa del hueco y presumido frenesí del mundo cibernético?
Muchas de las experiencias musicales a que me refiero, acontecidas en República Dominicana o en el extranjero, son relativamente recientes —por ejemplo, mi visita al mítico Club de Jazz Blue Note, en el Greenwich Village de Nueva York, a escuchar a Ravi Coltrane y a Jack DeJohnette, en programa especial—; otras no lo son tanto —como esas inolvidables "caídas" con mi gran amigo el poeta Antonio Fernández Spencer, en la terraza del son, en La Vieja Habana, de Villa Mella—, pero siempre las he vivido todas a plenitud, hasta la médula misma de su enigmática evidencia.
Sin jactancia le puedo decir, querido Comander, que he transitado minuciosamente por los arduos laberintos musicales de "Una" vida... Incluido el oscuro registro del dolor y sus pánicos acordes... ¡Pero en fin, esa es otra historia!
Una de las vivencias más relevantes de mi existencia, a la que puedo conferir el estatuto de genuino acontecimiento estético/antropológico —y hasta metafísico—, ocurrió hace muchos, muchos años en mi pueblo natal, Higüey.
Un intérprete musical y muy conocido personaje de pueblo, simplemente llamado Polaco, quien además tenía la curiosa función diurna de subir y bajar la bandera dominicana en la Maternidad de la Avenida Libertad, en la ciudad higüeyana, dirigía, en la primera mitad de los años sesenta (justo después de la muerte de Trujillo), un Sexteto en el que nuestro hombre tocaba, siempre sudoroso y chispeante, ese mágico "guitarrón" que los adultos llaman contrabajo de cuerdas. Mis ojos de niño se extasiaban escuchando y viendo a Polaco interpretar un instrumento que siempre resultó más llamativo, para mí, que los violines, las violas y los violonchelos...
La agrupación musical de Polaco fue denominada por él: "Sexteto Musical Polaco y sus Colegas".
Mi padre, hombre de ideas marxistas y pensamiento mestizo, durante los pocos años que permanecimos en Higüey invitaba en ocasiones a Polaco —hombre típico del sector popular y muy inteligente—, a escuchar música de los grandes maestros en nuestra consola tocadiscos Telefunken de tres bocinas. En el repertorio se encontraban, entre otros grandes músicos: Bach, Vivaldi, Haydn, Mozart, Schumann, Schubert, Debussy, Ravel, Stravinski (de este último no olvido, en particular, su Consagración de la Primavera, por la inquietante y vigorosa impresión que me producía desde niño la magnífica obra del ruso en versión dirigida por la batuta vanguardista del maestro Pierre Monteux, y por la carátula del disco, en la que se podía disfrutar una reproducción de La encantadora de serpientes, cuadro excelente del gran pintor ingenuista francés Henri Rousseau).
Tanto le gustaba a Polaco la sinfonía de marras del gran genio alemán, que una tarde, en mi casa, después de escuchar varias veces el allegro del primer movimiento de la famosa composición, decidió hacer un "arreglo" de éste para su Sexteto popular. Al finalizar la audición, mi padre, sonriendo discretamente y muy conmovido, despidió a Polaco en la puerta de nuestra casa deseándole los mejores logros en su interesante proyecto musical...
Pasaron los días, las semanas y los meses, con la mágica y transparente fluencia del tiempo propia de la música secreta de la infancia... El colegio, el misterio y los libros de cuentos, los amigos y los juegos en los días de sol, los padres, los hermanos y la lluvia, los deberes escolares por las tardes, Polaco, pensativo, subiendo y bajando la Bandera Nacional en el viejo mástil situado frente al edificio de la Maternidad... la lluvia nuevamente, el vuelo de los pájaros, las noches pobladas de letras y fantasmas... ¡Y por fin, llegó el día!
El "gran estreno" de la obra Beethoven/Polaco —al que por cierto, no pudo asistir mi padre por impostergables compromisos familiares—, se produjo un Día de Reyes, en el llamado Barrio de Martha, una insigne meretriz retirada que había hecho fortuna con el discreto ejercicio de su antiguo oficio y que poseía, en las "afueras del pueblo", decenas de pequeñas "casas de cita", construidas con madera de clavó, y con sus pequeñas galerías graciosamente pintadas de rosado y verde.
Como asistente de las operaciones de Doña Martha se encontraba siempre su hijo mayor apodado "Paterra", un muchachote de unos veinte años que también manejaba un "tubo" (pequeña guagua o autobús público) que viajaba regularmente desde Higüey a Miches, Hato Mayor y otras comunidades aledañas.
Para esa época lejana, quien escribe apenas contaba con 7 u 8 años de edad, pero Paterra se hizo mi amigo incondicional por yo haberle prestado en una ocasión algunos "paquitos-historietas" de Superman, Chanoc y Tarzán de los Monos, personajes de "comics" que ambos admirábamos mucho. Paterra me avisó de la fiesta, que se iniciaba a las 6 de la tarde con el "esperado" arreglo musical de Polaco, y yo me escapé sigilosamente de mi hogar sin permiso de mis padres...
Llegado el momento "crucial" del estreno, después de las palabras de bienvenida de Doña Martha, Polaco —ahora lo digo: un pintoresco y ceremonioso personaje bigotudo, de origen cocolo, que bordeaba los cuarenta o cuarenta y cinco años de edad—, dijo de modo ritual y un tanto presumido: "¡Atención! ¡UN-DOS-TRES!", y comenzó a sonar la Quinta de Beethoven/Polaco.
Una extraña trompetita triste —que pretendía hacer de flaqueza virtud y carácter—, con su parodia del ¡¡para-pa-páaan!! beethoveniano, inició el delirio musical. Los invitados se miraban, llenos sus ojos de discreto escepticismo y profundo gozo contenido.
La trompeta fue acompañada, casi de inmediato, por un atildado acordeón que intentaba crear un fondo de misterio, mientras el brioso contrabajo de Polaco pretendía desempeñar el papel de eje armónico-rítmico. Acto seguido entraron el güiro, la tambora y el saxofón, intentando dar cuerpo a lo que para mis oídos infantiles sonó a pura barbarie, a misterioso ritmo sacrílego, a rito pagano y transgresivo de profunda iniciación.
Sin yo saberlo, me estaba introduciendo, de modo irrevocable, en un nuevo orden existencial y estético, en el que también ocuparían un lugar preponderante, no sólo los grandes clásicos y la música de Stravinski, sino el jazz, el merengue, la salsa y los congos; la bossa nova, la bachata y la música concreta; la poesía de José Lezama Lima, César Vallejo, Aimé Césaire, Haroldo y Augusto de Campos, Derek Walkott, Nicolás Guillén, Tomás Hernández Franco, Pedro Mir, Manuel del Cabral y Alexis Gómez Rosa; la narrativa de Hermann Hesse, Henry Miller, Roberto Arlt, Juan Carlos Onetti, Juan Rulfo, Alejo Carpentier, Julio Cortázar, Juan Bosch, Jacques Roumain, Rafael Damirón, Marcio Veloz Maggiolo, Pedro Vergés, Junot Díaz, Gabriel García Márquez...
Aquello fue para mí de "puta madre". Una experiencia verdaderamente delirante esta fusión de la casi irreconocible melodía de Beethoven con el sudor de los músicos y el bullicio maravilloso del divino populacho fosforecente que atiborraba el pequeño local de Martha, ahora multicolor por efecto de las luces rojizas, verdes, azuladas y amarillas creadas por los diversos papeles de celofán que recubrían las bombillas. Todo era música, algarabía, sensualidad, ritmo que enlazaba el cuerpo y las estrellas, entrevisión de otro mundo posible: genuino sentir popular. Finalmente, como efecto del calor, la novedad de la experiencia y el impacto de la música sobre mis nervios infantiles, me desmayé.
Hubo que sacar "al pequeño hijo del Doctor Almánzar" a respirar aire fresco al patio de la casa. Al tomar las primeras bocanadas de benéfico y milagroso oxígeno, mis ojos se encontraron con la dulce mirada comprensiva y un poco atemorizada de una de mis primeras "noviecitas" de la infancia, la bella Damaris, hija de una señora muy noble y cristiana afectada por el bíblico Bacilo de Hansen —como lo fueron varios miembros de mi propia familia, entre ellos, Rafael Deligne Figueroa, hermano del poeta Gastón Fernando Deligne, y otros parientes más próximos—, mujer que a la sazón era vecina del hoy reconocido periodista Bienvenido Álvarez Vega (Bienve, de más edad que yo) y su inolvidable y cariñosa madre, Doña Lilina.
Damaris, al enterarse por Mongo, Danilo, Tutico, Macusa y otros amiguitos comunes, de que yo me había dirigido a la fiesta de Polaco y Martha, también se escapó de su casa, subrepticiamente, para seguirme con inocencia los pasos...
Muchos años después -y ya casado en segundas nupcias-, frente al "pelotón de fusilamiento" del jurado reunido en una fiesta familiar celebrada en el Tupinamba de San Juan de la Maguana, tuve el mítico placer de ganar un concurso de baile deslizando mis pasos al ritmo de una salsa que jugueteaba con las primeras notas de la Quinta Sinfonía de Beethoven. Seleccionados entre un conjunto de diez parejas, mi hermosa compañera y yo fuimos declarados ganadores, por unanimidad de votos...
Ahora, Comander, para cerrar esta breve crónica, una cita, a propósito de ciertos usos muy libres del concepto lacaniano de forclusion (Verwerfung, en alemán), rechazo, condenación, repudio, en español:
"Lo posible es lo que "cesa de escribirse": suspensión de la compulsión de repetición padecida, reescritura-curación del síntoma en su significación de síntoma-sufrido, para dar paso al sinthome sostenido como nudo borromeo y acto de creación.
El sínthoma, entonces, en su particular modalidad de invención, suple a la forclusión del Nombre-del-Padre, en un proceso que no-cesa-de escribirse..."
Armando Almánzar Botello
21 de Diciembre de 2010
Santo Domingo, República Dominicana
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