Por Armando Almánzar Botello
Para Irina Maribel Cruz Garrido.
En alguna zona secreta de su obra nos narra Hermann Hesse —el gran escritor, el artista, el pensador, el viajero, el poeta nómada—, que deslumbrado en una de sus peregrinaciones transvernáculas, después de atravesar ciudades, montañas, valles, mares y ríos y más ciudades, llegó a una gran Metrópoli en la que descubrió, mágicamente, sentada a la mesa de un restaurante muy cosmopolita, a una bella, solitaria y extraña mujer, seductora como una flor maravillosa, con la que no cesó de mirarse apasionada y dulcemente de mesa a mesa, sin intercambiar palabra alguna con ella, mientras él proseguía conversando con sus alegres y hospitalarios amigos
—resplandeciente de entusiasmo secreto y alquímica recóndita esperanza—, sobre temas de literatura, actualidad y política.
Esa mujer tan hermosa se apoderó de su mente de tal forma que por la noche nuestro viajero soñó
—transido por mística y extraña intensidad pulsional—, con el fosforescente rumor de unos cálidos contornos, y en su vívido sueño sintió que sólo por mirarlos cada día al despertar era capaz de abandonar los placeres y libertades de su nómada vida de "lobo estepario"...
Y sintió el soñador en los abismos de su indescifrable carne como un grito, el dorado latir de la cabeza de aquella mujer en su pecho reclinada, y el dulce aletazo de aliento femenino, tibio y perfumado, como un toque del milagro en los labios de su angustia… Y en ese instante despertó gimiendo en noche alta, y se descubrió a sí mismo temblando ante un vacío, completamente solo en la habitación de su hotel alucinado... Tras algunos momentos de estupor bajo un silencio cósmico de nadie, estalló en sonoras carcajadas y se dijo: “Viajar yo aquí, a esta Metrópoli, para encontrar a una mujer inasible, soñada, mistérica, fugaz, inabordable… ¡Qué maravillosa, grande, impredecible, simple y desnuda es esta hermosa y tonta vida!”…
Piensa, mi amor, en el paso vertiginoso del tiempo, en la velocidad de los Metros y de los Jets, en el ruido que hacen las turbinas del motor de los trasatlánticos …y piensa que te amo, vertiginosamente allí donde te escapas…
Piensa, amor, en las entrañables calles del Gazcue de tu infancia, de la Ciudad Colonial donde jugamos, allá en Santo Domingo; piensa, en las innumerables calles y casas donde has vivido y sufrido y soñado, mi amor, en países diversos y distantes; piensa en las calles de Manhattan y New York: en Estados Unidos y su terrible maravilloso (des)concierto… en New Jersey, donde ahora sentimos el peso misterioso del vivir...
Intensamente vive y explora en tu cuerpo, amada mía, a Europa toda y su convulsa, culpable y gloriosa historia, al África primordial, víctima originaria, a Oceanía y su discreta reserva, al Asia y su recóndito latido indescifrable, a toda América florecida de futuro y esperanza… al Planeta en su totalidad sentiente, al Sistema Solar y sus latidos crecientes…. al próximo y remoto Universo inconcebible, imponderable, expansivo, tremendo… ¡y todo es aquí y ahora, mi amor… tú y yo, siempre!: “sin olvidar el cuerpo vaporoso alígero en el baile”…
¿Ves, adorada, solitaria mía y bella reina de mi amor, que yo también a mi pesar soy un romántico?
Sí, lo soy, quiero serlo siempre mientras dure, ¡¡porque tuya es la gloria y el milagro, y en verdad te amo, mi Dios, para la fuga instantánea de lo Eterno!!
(Texto retocado).
New Jersey, EEUU.
Domingo 18 de Septiembre de 2011
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