miércoles, 20 de junio de 2012

Muerte, igualdad, humildad...


                       
Por Armando Almánzar Botello


Si bien es cierto, como decía el poeta T. S. Eliot que: "humility is endless" —la humildad es interminable—, no es cierto, jamás, que la muerte nos haga del todo iguales. 

Pensar que tras la muerte la heterogeneidad de los sujetos queda reducida a una simple comunidad homogénea de difuntos, es puro nihilismo y resentimiento de los mediocres contra la magnificencia coral de la vida. Insípido rencor pseudo-cristiano contra las inevitables jerarquías inmanentes del espíritu.

Cada cual llega a la tumba por el camino y la línea de fuga que trazan los valores que afirmó en su vida. Es la vida quien puede juzgar a la muerte. El acto creador se produce contra la muerte.

Lo terrible del Poder como violencia mítica es que pretende imponer a los sujetos una muerte serializada, homogénea, tal como aconteció en los campos de concentración del nazismo y prosigue sucediendo en los tiempos de la postmodernidad por efecto de las nuevas modalidades genocidas del biopoder capitalista y su mercado.

Si bien la muerte es aquello que "lo desbarata todo" para un macro-ego infatuado que se cree a sí mismo inmortal, la verdad de su evanescencia la sorprendemos desde el fragor exuberante de la vida.  

Pensamos, como Gilles Deleuze, que tras la muerte de la persona sólo subsisten, insisten, singularidades nómadas, pre y post-individuales, impersonales.

Como dijo un gran poeta, la muerte abstracta es muda, sorda y tonta: nunca ha dicho nada memorable. Ella es la zona cero de la vida en su pluralidad palpitante. Sinsentido y silencio que habitan por detrás de lo que cierto filósofo denomina los límites de mi mundo…

Sólo la vigilia ofrece genuino testimonio del sueño. Y si el sueño es considerado por algunos poetas como una suerte de vigilia más alta, ese hermoso pensamiento lo han podido formular mientras ellos se encontraban muy despiertos.

No pretendemos negar el valor generativo de los sueños: se puede soñar escribiendo y los materiales oníricos nos pueden servir para el acto de creación en la vigilia. No existe una separación neta, maniquea, antinómica, entre palabra y silencio, vigilia y sueño, vida y muerte… Por ello, Derrida piensa la estructura compleja que denomina: la vida la muerte... 

No ‘cesamos de morir mientras vivimos’, decía Maurice Blanchot. Sin embargo, cuando morimos efectivamente, sólo otros (aquellos que nos sobreviven) tomarán el relevo de nuestra vida-pensamiento. 

El amigo que sobrevive a mi muerte constituye la garantía de mi memoria mediante la incorporación de mi alteridad en lo que Derrida concibe como la cripta: invaginación de la subjetividad del sobreviviente con el fin de acoger el cuerpo simbólico extraño del amigo muerto, en tanto que otro irreductible...

Por todo lo dicho hay que tratar de vivir de un modo impersonal, no frío ni dogmático ni aferrado a nuestro yo, sino como si fuéramos puros corpúsculos de luz provisoriamente condensados en un sí-mismo susceptible de disolverse, gozosamente, en el monstruoso devenir sin fundamento.

No obstante, la muerte abstracta, reiteramos, no nos hace ontológicamente iguales. ¡Jamás! No del mismo modo nos devoran a todos los gusanos…

¡No es lo mismo Adolfo Hitler muerto, que Hannah Arendt, Primo Levi o Paul Celan en sus respectivas tumbas!

¡No son ni serán jamás equivalentes Rafael Leonidas Trujillo Molina, muerto, y el vuelo temporalmente suspendido de las Radiantes Mariposas…

El resto es puro nihilismo sin cima.




© Armando Almánzar Botello
Santo Domingo, República Dominicana.

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